Alessandra

Cuando era estudiante universitaria,  Alessandra Riccio viajó a La Habana, para afinar sus conocimientos sobre la literatura cubana. No sabía que ese viaje le cambiaría la vida porque, poco tiempo después fue nombrada corresponsal del periódico “l’Unità”, y ese encargo la hizo quedarse varios años en la isla.  Alessandra recoge, en Racconti di Cuba (Iacobelli, Roma, 2008)su experiencia en la isla. El volumen se abre con una advertencia que lleva el significativo título de “Vale la pena”, un párrafo que explica las motivaciones de la escritura de ese libro, las cuales suenan, con fuerza, casi una referencia a nuestro mundo actual. Dice así:

“En estos tiempos de desenfreno y despreocupación, parece difícil encontrar una justificación para las guerras, revoluciones y batallas que han comprometido a la humanidad en el siglo XX, y en las que se han perdido vidas y sacrificado ingenios; en una época en que la ética y los ideales han caído en desuso, la pregunta que me atormenta es: ¿valió la pena? Y esta pregunta tiene su valor especialmente en Cuba, donde la resistencia del pueblo aún fiel a los principios de la revolución, y en especial a los de la injusticia, el antiimperialismo y la soberanía nacional, ofrece hoy al mundo el testimonio de una sociedad a contracorriente, que preserva y defiende un conjunto de principios encaminados a lograr relaciones más justas y solidarias entre los seres humanos y entre los Estados, gastando toda su energía en una vida contra la que, si sirve para defender principios, invade y domina la esfera privada, los sentimientos, los afectos, las individualidades…» 

Se puede decir que Alessandra Riccio ha escrito este libro para tratar de responder, antes que nada, a sí misma, tal pregunta fundamental: ¿Vale la pena? Pregunta que debería ser recurrente en la vida de todos nosotros, respecto de lo que hacemos, en esa doble dimensión privada/social auspiciada por Alessandra. 

Cuando uno ve el título del libro, Racconti di Cuba, podría pensar en una serie de tradiciones orales, populares o cultas. En cambio, lo que la autora nos ofrece es una serie de medallones que retratan a diferentes personajes cubanos. Y, aquí, uno podría suponer que, habiendo conocido a toda la nomenclatura cubana, Riccio se dedicara a retratar a los personajes más famosos de la Revolución: Fidel, el Che, Camilo Cienfuegos, Haydée Santamaría y otros. En cambio, el libro podría tener el título que Darío imaginó en el siglo pasado: Los raros, anticipando la predilección actual por “el Otro”. Con un personaje inusual se abre la colección de retratos. Se habla de Paquita, pobre y negra, casada con uno como ella, pobre y negro, que vienen de la época de Batista. En un barrio popular, Paquita se gana la vida lavando y planchando ropa ajena. Cuando triunfa la revolución, se une a los festejos y contribuye, con su humilde trabajo, a la consolidación de la nueva Cuba. Como sucede con casi todas las familias, un hijo de ella se escapa a Nueva York, y desde allí, le suplica que deje la isla para poder gozar de las comodidades de los Estados Unidos. Paquita, como tanta gente anónima en Cuba, no obstante los sacrificios que impone vivir en su país, rechaza la oferte y se queda en su Habana cotidiana, donde se sigue reuniendo con los viejos amigos del Círculo de ancianos. Con un toque de astucia narrativa, Alessandra Riccio, cierra el retrato relatando que Paquita ha conseguido realizar uno de sus sueños: una peregrinación al Santuario de la Caridad del Cobre, en Santiago. A este homenaje a toda la gente sencilla que ha permitido, con enormes sacrificios, que Cuba continúe en pie, sigue la descripción de dos calles: la calle 11, donde estaba situada la corresponsalía de l’Unità; y G y Malecón, esa dirección postal que la mayoría de intelectuales latinoamericanos conoce porque allí se encuentra “Casa de las Américas”, una de las instituciones más importantes del continente.

Racconti di Cuba está dividido en apartados, separados por números. Ese ocultamiento de los temas que corresponden a cada número puede anotarse como un estratagema narrativo más. Pues si el primer apartado es una especie de portal para ingresar al mundo cubano retratado por Alessandra, el segundo apartado resulta como una suerte de materia extremadamente delicada, que con sutileza no exenta de claridad, la autora maneja en punta de pies. Se trata del retrato de tres disidentes, que fueron famosos en su tiempo y que ahora gozan del justo olvido. El primer retrato es el de Armando Valladares, que la memoria nos devuelve como un gran poeta disidente, injustamente encarcelado, y que se desgasta en la celda, aquejado de parálisis. Como sucede en estos casos, la prensa de todo el mundo reitera la persecución política, la opresión contra la libertad de expresión, la ferocidad de la dictadura. Recuerdo todavía hoy los titulares de los periódicos y los servicios televisivos que festejaban la liberación del gran poeta opositor. Las páginas de Alessandra Riccio nos restituyen algunos fragmentos de realidad olvidados por la propaganda: Valladares había fingido la parálisis, y para escarnio del gobierno y bochorno de sus liberadores, salió caminando de prisión e hizo exhibición de buen estado físico delante de uno de sus principales abogados, el presidente Miterrand. Riccio también nos recuerda que poco había de disidente en el pícaro Valladares, y nos recuerda también la inconsistencia de sus versos, tan escasos y tan malos como para justificar la calificación de poeta. También nos recuerda la justicia del tiempo: ¿dónde terminó el laureado poeta?

Mucho más arduo el retrato del dificil amigo Heberto Padilla. Alessandra Riccio trata de echar luz sobre el enredado asunto que terminó como un episodio importante para la literatura latinoamericana del siglo XX, con el nombre de “el caso Padilla”. Rivalidades literarias, mezquindades de parroquia, compadrazgos y envidias, infantilismo revolucionario, oportunismos varios, toda aquella miseria que hace tanto daño a la literatura, y de la cual la literatura no logra desprenderse, contribuyeron a la desgracia de Padilla y de quienes lo rodeaban. Fundamental el apoyo de Pablo Armando Fernández, amigo del autor perseguido, de quien soportaba el mal carácter, y a quien sostuvo a pesar del ostracismo oficial. Hay que reconocer a Alessandra un tratamiento imparcial del asunto y una descripción valiosísima, pues ella estaba allí, dentro de los círculos intelectuales cubanos. Lo mismo dígase del entrañable relato que hace de su amiga Zoe Valdés, a quien pinta, al principio, como una jovencita privilegiada, en cuanto hija de un importante miembro de la nomenclatura, que prometía grandes logros en el campo literario. Con especial eficacia, Alessandra cuenta la enorme sorpresa (y quizá, el dolor) de ver a su amiga dar un carpetazo a su vida anterior para convertirse en disidente y feroz opositora de la revolución de la que había sido mimada protagonista poco tiempo antes. No se percibe una condena de la amiga, sino más bien una magnánima y comprensiva descripción de los escondidos recovecos del alma humana.

El libro prosigue, en otros apartados, con las semblanzas de personajes muy conocidos de la cultura cubana: Dulce María Loynaz, de quien traza un admirable retrato, afectuoso y devoto, por la calidad de la persona y por el gran talento de la poeta: hay mucho respeto hacia una mujer que mantiene firmes ideas conservadoras y una leal oposición a la revolución (cuando Alessandra pregunta a Dulce y Flor Loynaz por qué no han abandonado la isla, le responden, inmutables: “Esperamos que se vayan ellos”); Tomás Gutiérrez Alea, de quien se alaban cualidades artísticas y carácter de hierro; Eusebio Leal, arquitecto y artista, premiado reconstructor del centro histórico de Cuba, que con humildad se inscribe a la Facultad de Historia y Filosofía cuando ya era famoso; Roberto Fernández Retamar, de quien reconoce la originalidad y profundidad intelectual, su fundación de los estudios culturales cuando todavía no se habían convertido en escuela hegemónica; y, para cerrar, dos italianos que dejaron su vida en La Habana: el arquitecto Sergio Baroni y el empresario Giustino di Celmo.

A lo largo de sus relatos de Cuba, Alessandra Riccio logra responder a la pregunta que se plantea al principio. Y, claro, la respuesta es sí, valía la pena invertir los años de la juventud en la construcción de un sueño revolucionario, al lado de personas de gran valor, que hicieron lo mismo. Valía la pena ser como Alessandra Riccio, una mujer de gran afabilidad, de pasión civil, de imaginación política, y valía la pena pagar el precio que siempre se paga por sostener unos ideales que nos justifican y que, de un modo u otro, nos mantienen en vida.  


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