Peor es meneallo…

La clausura del año con Don Quijote y Sancho perdidos en la negrura de un bosque nocturno, que mete miedo al servidor y azuza al caballero, está bien. Está bien el cuento de nunca acabar que Sancho acaba de propinar a su patrón. Y está bien, por fin, que esa noche nos depare una aventura más, quizá la más graciosa de esa infinita oscuridad.

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Acabada la tempestad colérica de Don Quijote por el cuento en que Sancho le toma el pelo, inicia otra. Y esta otra es cosa seria. Porque, cegados por la oscuridad, atemorizados por el tambor de los mazazos en el horizonte, que se añaden a los naturales del bosque que nunca duerme, asustados por el persistente y eterno ruido del agua que cae en catarata a lo lejos, siervo y amo están pegados uno al otro, aunque mejor se dijera que es el siervo quien se ha abrazado a la pierna del amo, escultura barroca que solo podemos imaginar, porque apenas llegue el alba se disolverá.

La otra tempestad se da en las tripas de Sancho, que por motivos inútiles de averiguar, comienza a sentir la “voluntad y deseo de hacer lo que otro no podía hacer por él”, dice Cervantes con conocido eufemismo. Hay retos, en la literatura, que muy poco se atreven a enfrentar, y esta cobardía estética los hace evitar el enfrentamiento, como el bellaco que, con tal de no azuzar a un gigantón, dice: “no me voy a ensuciar las manos con este pelagatos”. Digámoslo así: muy pocos héroes literarios o cinematográficos van al baño.

Cervantes está por aceptar el reto de contar lo que nadie cuenta, y aquí la maestría del narrador y la elegancia del hombre justifican la fama de su obra. Por los tiempos en los que escribe mas también por una natural delicadeza, el narrador será maestro de eufemismo, y mostrará que se puede contar todo sin contarlo todo: realismo sí, pero cortés y civil, lejos de la grosería de un léxico que no desconoce las palabras precisas para cada acto de la vida.

Le vienen, pues, estas tales ganas a Sancho, quien, temeroso de las cóleras de su patrón, en lugar de apartarse como convenía a la circunstancia y necesidad, decide hacerlo en silencio. Desata el cordón que ataba sus calzones, los cuales, por ley de gravedad, descienden y dejan libres las posaderas (el italiano cuenta con idéntica equivalencia: llama con el verbo “sedere” (sentarse) a lo que sirve para sentarse). Libre ya de impedimentos, Sancho se da cuenta, con horror, que no logrará hacer lo que quiere, puede y debe, sin ruido, y un primer intento hace llegar a Don Quijote impertinente sonoridad. “¿Qué rumor es ese?” exclama el insomne caballero. Sancho le responde que quién sabe, y no sin ironía, añade que será alguna nueva aventura de las que siempre los acosan.

El segundo intento acaece sin ruidos y Sancho, dice Cervantes con garbo de caballero, “se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado”. Dejo al lector el asombro o la admiración al descubrir que no se puede prohibir al lenguaje decir las cosas; siempre hay una forma de decirlas, y el artista las dice mejor que cualquiera. Ahora bien, Sancho no ha hecho cuentas con el delicado olfato de su amo. Y los vapores del delito ascienden hasta las narices de Don Quijote, quien, presto, como cualquier mortal, se las tapa, y gangoso, dice: “Paréceme Sancho que tienes mucho miedo”. Sancho, fingiendo una ingenuidad que no le conocemos, está de acuerdo. Sí, tiene mucho miedo, acepta, y, con mayor falsa ingenuidad pregunta a Don Quijote: en qué lo nota. Y aquí Cervantes pone en boca de Don Quijote una de las frases que ahora dicen todos: “En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar”.

¿Podía callar Sancho ante esta contundente frase de su amo? No, por Dios, porque ya hemos notado que es criado respondón. No tengo yo la culpa, dice, sino usted por andarme llevando a deshoras por lugares desconocidos. Siempre con la nariz tapada, hay que imaginar la voz constipada de Don Quijote, que ordena a Sancho alejarse de él y con severidad, regañarlo porque no tiene respeto de sí ni de su amo, y atribuye este exceso de confianza a la mucha conversación que le ha dado. ¿Calla Sancho ante el irreprochable regaño de Don Quijote? Ni por sueño. Todavía tiene el descaro de decir: “Apostaré que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba”. Y aquí Don Quijote le deja caer un bloque de cemento que sellará la conversación: “Peor es meneallo, amigo Sancho”, le dice, y con esto, regala al idioma otra locución que ha quedado para siempre inscrita en nuestra memoria, y que muchas veces repetimos para frenar una conversación que resbala por terrenos peligrosos. La vasta ignorancia no ignora que esta frase (con otras de la obra) viene de algún refrán o de algún cuento. Mas una cosa es cierta: después que la escribió Cervantes, entró de lleno en el idioma castellano, y con ella entró Sancho y hay quien la dice sin saber que está citando al Quijote.

No hay premio literario que pueda superar al inobjetable homenaje de que una frase nuestra pase al dominio de los hablantes de la lengua. Cervantes sufrió el denuesto de los escritores de su época, grandes genios que, con universal envidia de municipio le negaban talento y lugar en su pequeño olimpo. Pero a ninguno de ellos les fue dado ese honor vulgar y proletario, político e íntimo, de que muchas de sus frases pasaran al idioma, como si naturalmente pertenecieran a él. (“Político deseo de estar entre las gentes”, dirá siglos después el poeta).

Y llegamos a la conclusión del capítulo XX de la Primera Parte de Don Quijote. Llega por fin el alba, Sancho desamarra las patas de Rocinante, y al final descubren el origen del ruido que les ha amargado la noche. Se trata, banalmente, de un molino de batanes. Una especie de rueda movida por el agua, que a su vez activaba, por la fuerza hidráulica, unos batanes o mazos que servían para despercudir la ropa.

Al descubrir que el origen del excesivo miedo era algo tan banal, Sancho tiene un gran ataque de risa, tan grande que contagia a Don Quijote, y ambos no se pueden contener, al punto que Sancho debe aferrarse ambos lados del estómago, y entre risa y risa, resbala en su confianza, y comienza a imitar los discursos altisonantes del Caballero Andante. Lo hace tan bien, que no podemos dejar de notar cómo Sancho ha dado un salto intelectual, y que poco a poco se va asemejando a don Quijote. Falta mucho todavía, pero llegará el momento, cuando Sancho gobernará la Insula Barataria, en que dará muestra de que se ha contagiado totalmente de la sabiduría de su amo

Falta mucho. Por ahora, la parodia de los discursos caballerescos no es más que una burla contra Don Quijote, que deja de reír y se pone serio. Serio y furioso. Al punto que para frenar risas y chanzas, le asesta dos palos en la espalda al escudero. Asustado, Sancho atina a decir: “Sosiéguese, vuestra merced, que por Dios que me burlo”. El pobre quería decir que no era en serio, que no pretendía faltar el respeto de veras a su amo. La infeliz forma de decirlo enfurece más a Don Quijote, que no tiene más remedio que recordar las distancias que hay entre ambos. O mejor pensado, recuerda una regla áurea de la autoridad: la mucha familiaridad entre jefe y subordinado arruina la relación. Por lo que propone restablecer las distancias, que comienzan por el diferente tratamiento de persona. De aquí en adelante, dice don Quijote, habrá menos confianza y menos charla, y ha de estar cada quien en su lugar. Ya veremos, luego, si te sabrás ganar la Insula que te tengo prometida.

Demás está decir que pronto Don Quijote olvidará tan seria actitud y la afectuosa relación entre tan noble caballero y tan noble villano se irá acrecentando con el tiempo, hasta las lágrimas de Sancho el día de la muerte de don Alonso Quijano, el bueno. Por ahora, lo que ha terminado es el capítulo 20 de la Primera Parte. Y con esto, cerramos libro y año.

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