Cuentos antiguos

Como a todos, me gusta que me cuenten cuentos. Como a todos, si el cuento es bueno, me gusta repetirlo a los amigos. Como a todos, y en especial los niños, no me importa saber la trama, si el relato es bueno. Por ejemplo, la historia de la contienda entre romanos y griegos. Han de estar y estarán que hace mucho tiempo, los romanos se dieron cuenta de que no tenían leyes a la altura de su imperio, por lo que decidieron pedir ayuda a los griegos, de cultura mayor. Los griegos respondieron, soberbios, que les enseñarían a legislar solo si se demostraban a la misma altura que ellos en el intelecto y saber. Propusieron, por tanto, un debate entre un filósofo griego y uno romano. Si el romano demostraba sabiduría, tendrían las leyes. Gran apuro y gran pena sintieron los romanos, pues no tenían a nadie que los pudiera representar. Atrevidos, decidieron mandar a la arena a un bellaco, cuyo mérito residía en ser, como tantos, ignorante y listo. Puesto que cada quien hablaba idioma diferente, se pusieron de acuerdo en que la disputa sería por señas. Subió el sabio griego a su estrado, y con elegante gesto, mostró el dedo índice a su oponente romano. El villano, al verlo, respondió enseñando pulgar, índice y medio, como si fuera un temible garfio. El sabio griego asintió con la cabeza, como el que ha entendido. En seguida, el filósofo antiguo mostró de nuevo la mano, esta vez con la palma abierta en dirección de su adversario. El bellaco, entonces, casi indignado, enseñó al sabio griego el puño cerrado. Este, al ver gesto, volvió a asentir y bajó del estrado. Le preguntaron sus paisanos qué habían debatido, y el griego respondió: “Cuando le mostré el índice, afirmé que había solo un Dios verdadero. Mi adversario respondió, con su gesto, que ese Dios se dividía en tres personas iguales y distintas. Luego, le dije que todo estaba bajo la voluntad de Dios. Me respondió que su poder domina al mundo. Señores, un pueblo que comprende perfectamente la Santísima Trinidad, merece tener buenas leyes. Están preparados”. En tanto, los romanos le preguntaron a su adalid cómo había sido el debate. El villano respondió: “Me dijo que con un dedo me sacaría el ojo; yo le contesté que con dos dedos le sacaba yo los ojos y con el tercero le rompería los dientes. Me dijo que me daría una bofetada; yo le respondí que de un puñetazo lo tiraría al suelo y no volvería por más”. El relato se encuentra en el Libro de Buen Amor, del Arcipreste de Hita, y de seguro fue tan popular, que hace poco un amigo me lo contó como si fuera un chiste original. Y confirma aquél dicho: “Nada hay nuevo bajo el sol”. Sobre todo en literatura. La moraleja del Arcipreste es diferente y válida: no hay malas palabras si son bien entendidas.

Sabemos que Juan Ruiz, el otro nombre del clérigo de Hita, se había criado entre musulmanes y que manejaba corrientemente el árabe como si fuera su lengua materna. Por eso se podría sospechar que esta conseja la heredó de la tradición popular islámica. Debemos a esta la mayor parte de las historias que forman la base de la narrativa occidental. No solo las Mil y Una Noches, que llegaron a nosotros de Persia por boca de los árabes españoles, sino también elSendebar y el Calila y Dimna, colección de relatos nacidos en la India, derivados del Panchatantra. Véase este relato delicioso: un sultán de Egipto duda de que Mahoma haya ascendido a los cielos en una sola noche. El sabio Sihab-al-Din, para convencerlo, abre cuatro ventanas y le muestra, simultáneamente, un ejército enemigo, el incendio de El Cairo, la inundación del Nilo y un desierto cambiado en un jardín. En seguida, le ordena que se desnude y que sumerja la cabeza en un tonel de agua. Cuando la saca, el Sultán se encuentra en la cima de una montaña, completamente pobre. Baja y se detiene delante de unos baños, para preguntarle a las mujeres que salen si están casadas. A la primera que le dice que no, le propone matrimonio y se casa y tienen catorce hijos. Por azar y mala suerte, pierde toda su riqueza y termina trabajando como mozo de cuerda para sostener a su numerosa familia. Harto de trabajar, saca la cabeza del tonel de agua y se encuentra de nuevo en la misma habitación, rodeado de sus servidores, quienes le certifican que ha pasado solo un instante. Este maravilloso relato está en un espléndido libro de Juan Vernell: Lo que Europa debe al Islam de España. Una versión muy bella se encuentra en El Conde Lucanor. 

Había una vez un Deán, en Santiago, que quiso aprender el arte de la nigromancia. Cuando supo que el mejor de todos se hallaba en Toledo y se llamaba Don Illán, fue a esa ciudad, para aprender de él. Don Illán lo recibió amablemente y lo invitó a comer. Después de la comida, lo invitó a descender a una habitación que tenía muy debajo de la casa, tanto que el Tajo parecía discurrir encima de ella. Antes de bajar, don Illán ordenó a una criada que preparase, para la cena, unas perdices. La habitación subterránea tenía muchos libros, y los dos personajes estaban eligiendo con cual de ellos comenzar, cuando llegaron unos emisarios a avisar al Deán que había sido nombrado arzobispo de Santiago. También le dijeron que podía nombrar Deán, el cargo que dejaba vacante, a quien quisiera. Don Illán, al oir esto, rogó al Deán que nombrara a un hijo suyo, pero aquel le respondió que nombraría a un hermano, y que tuviera paciencia, puesto que tiempo habría para encontrar un cargo para el hijo. Se fueron los tres a Santiago, y al cabo de un tiempo, llegaron unos emisarios a informar al Arzobispo que había sido nombrado Obispo de Tolosa, y que podía colocar, en la sede que dejaba vacante, a quien quisiera. A ese punto, don Illán le pidió, otra vez, que nombrara a su hijo, pero el Arzobispo respondió que nombraría a un tío suyo, y que tuviera paciencia. Pasó un buen tiempo, cuando llegaron otra vez emisarios para decirle al Obispo de Tolosa que el Papa lo había nombrado cardenal, y que podía disponer de la vacante de obispo como quisiera. Don Illán le recordó la promesa de colocar a su hijo. Sin embargo, el ahora Cardenal le dijo que había otro tío a quien deseaba colocar y que viniera con él a Roma, para ver qué deparaba el futuro. En Roma pasaron muchos años sin que el hijo de don Illán tuviera empleo. En eso murió el Papa, y como sucesor fue elegido el Cardenal gallego. Se presentó ante él don Illán, y le recordó a su hijo. El Papa montó en furia, y amenazó a don Illán de mandarlo a la hoguera por ser nigromante y hechicero, y le mandó alejarse de allí y regresar a Toledo, sin dar más molestias. Don Illán le contestó que con gusto se iría, pero que antes iba a comer unas perdices que había ordenado a sus criadas. Al conjuro de esas palabras, se encontraron nuevamente en la habitación subterránea de Toledo, y el abad en su condición originaria, de simple clérigo. Don Illán lo despachó de regreso a su tierra, sin siquiera invitarlo a cena, en vista de su carácter de hombre desagradecido y falto de palabra. 

Este relato es tan bueno que Jorge Luis Borges no tuvo empacho en proponerlo de nuevo, con su preciso uso del castellano. Otros hay, del mismo origen oriental: la historia de la huella del león; la leyenda del monje Ambrosio, la historia de la libra de carne, el libro de Barlaam y Josafat, la historia de la doncella Teodor, y tantas más, que sería entretenido relatar. Pero el fuego se extingue, la medianoche llega, y es menester irse a acostar. Otro día, en otras circunstancias, quizá les contaré esos relatos que tienen el perfume y la seducción del antiguo y misterioso Oriente. 


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