Tristán e Isolda

Tristán e Isolda de John Duncan, 1912.

Nunca he sabido la trama de Tristán e Isolda, nunca. Para saber la trama, corrí a la Historia universal de la literatura,  de Francisco Montes de Oca, mi libro de texto del colegio. Entonces descubrí el motivo por el que siempre ignoré la famosa leyenda medieval: porque no está en el libro, porque nunca la estudié. Si fuera un imitador de Borges, ya estuviera citando la Encyclopaedia Britannica; pero no sólo carezco de ésa sino de cualquier enciclopedia y hoy es domingo y todas las bibliotecas están cerradas. Si espero el lunes, el cuento se me vuelve de aire, como la sombra de las brujas en los espejos.

Un conocido mío, de nombre Giovanni, me cazó como a un pato durante el pasado verano. La gente se divierte así. Descarga cañonazos a quemarropa y se muere de la risa recogiendo los pedacitos que quedaron. “¿Sabes la leyenda de Tristán e Isolda?”, me preguntó. Inventé un par de respuestas, del tipo: “la leí hace tanto tiempo que ya no me acuerdo”, o: “sí, cómo no, es aquélla de amor, de la época de … de Carlomagno, con Roldán, con Roncesvalles…” Triunfante, Giovanni me contó entonces las imprudencias de Marcovaldo.

Se la sabía de memoria, como uno que apenas la acaba de oír. Con la misma lucidez de un converso que descubre los evangelios, o como uno que cuenta un sueño que sueña siempre. Había algo de demasiado preciso en él. No sólo. Le habían prestado La leyenda de Tristán e Isolda en el contexto de la literatura caballeresca, de Rosa María Centeno de Cáceres y Toledo, un tratado de filología que sólo los eruditos podían descifrar. 

Estábamos en la montaña, de vacaciones. Quizá por los metros sobre el nivel del mar, yo me sentía elevado y trataba de cosechar metáforas. Más bien luchaba contra ellas, porque se me venían a la cabeza las más banales y resabidas. Las altas montañas me parecían gigantes, las nubes algodones, el cielo un mar alrevesado y el río transparente un arroyo de Garcilaso. Si lo escribían, me hubieran apedreado como a publicano. Y sin el atenuante aquél de las divinas palabras, porque, en esto de las metáforas, nadie está exento de pecado pero todos los disimulan. La única metáfora original que se me ocurrió era horrible. Había un monte un poco raro, y su figura me recordaba, inexorablemente, la de un panettone.

Caminábamos por las veredas, tratando de limpiarnos los pulmones del aire viciado de la ciudad. Giovanni era el mejor de todos y se nos adelantaba por kilómetros. Luego nos esperaba en algún refugio, a donde nos veía llegar como pecadores irredentos, con la lengua de fuera. Su vitalidad nos derrotaba. Nos retrasábamos, además, porque nos gustaba ir platicando.

La mujer de Giovanni, que se llamaba Irene, comenzó a confesarse en el kilómetro 6 y medio. Nos contó que estaba harta de su marido y que ya se le habían agotado los dolores de cabeza y de estómago. El hastío por su marido había llegado a ser físico. Yo le sugerí que, tal vez, lo mejor sería decirle que tuviera un poco de paciencia. Las dos mujeres se rieron de mí (porque mi esposa estaba allí, oyendo todo esto.) Siempre en vena confesional, Irene nos dijo que se había refugiado en la cultura, y que le había dado por refrescarse sus lecturas de la escuela. Con mayor humildad que su marido, pero con mayor certeza, nos contó la leyenda de Tristán e Isolda y las inevitables conclusiones de la filóloga Rosa María Centeno de Cáceres y Toledo.

Me di cuenta, entonces, que Giovanni me había fregado dos veces, pues me había hecho sentir ignorante con material de segunda mano. Por las noches, cuando nos quedábamos solos en la habitación del hotel alpino, mi mujer y yo nos preocupábamos (con toda la sinceridad posible en unas vacaciones) de la situación conyugal de nuestros amigos, menos sólida que una polvorosa.

En tales trenzas andábamos cuando llegó a visitarnos el mejor amigo de Giovanni. Era éste un vendedor de automóviles muy dado a la poesía. La descripción es mala: era éste un poeta que vendía automóviles para ganarse la vida. Me dejó seco con un directo a la mandíbula cuando, al hablar de las metáforas, me dijo: “yo, por deformación profesional, veo el mundo como una metáfora”. Me sentí profundamente frustrado.

Al día siguiente, el poeta nos acompañó a la caminata. Tampoco era un gran deportista. Al kilómetro cuatro, acezando, entre una respiración y otra, me preguntó si conocía la leyenda de Tristán e Isolda. Otro poco y agarro una piedra y se la estrello en la cabeza. En cambio, lo escuché contarme la leyenda con gran erudición. Él sí que la había leído. Cuando descubrió que la ignoraba, me dijo, condescendiente: “Te va a gustar mucho. Yo se la hice conocer a Irene, una tarde que la llevé a probar un coche a las afueras de la ciudad”. Él era el dueño del libro de la filóloga Rosa María Centeno de Cáceres y Toledo.


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