Capítulo VIII

Quijote VIII – Gustave Doré

Si no el más conocido, el episodio de los molinos de viento es uno de los más conocidos del Quijote. Para llegar a ese momento, Cervantes nos ha mostrado al caballero, a su aldea, a su tía y sobrina, al cura y al barbero, y nos ha introducido en la numerosa biblioteca de Alonso Quijano. Más, ha entregado a la posteridad una aldea imaginaria de la Mancha, que dará lugar a todavía más imaginarias disputas sobre el pueblo natal del Caballero de la Triste Figura. Hemos asistido a su primera salida, a las burlas en la venta, a la ceremonia bufa de su ordenación, a la pelea con los arrieros y, por último, a la aventura del amo que castiga, a latigazos, a su labrador. Digamos que, con esto, se ordena el esquema cómico de la novela. Cervantes dibuja la figura de su héroe con certeza, como si lo conociera, y, dibujándolo, lo entrega a la imaginación de los siglos. De allí en adelante, en la iconografía universal, ese hombre flaco que viste una ridícula y anacrónica armadura, una lanza precaria en la mano y un casco de media luna en la cabeza será la viva imagen de un idealismo arrebatado e irreprensible, porque movido por los más altos valores humanos: auxiliar a los desvalidos, enderezar los caminos torcidos, combatir a los malvados. Solo un alma grande puede emprender tal sendero, porque está comprobado que los enjutos de entendimiento, encerrados en su angosto caletre, usan la maldad como ariete para abrirse paso en el mundo: hágase la lista de los poderosos, sobre todo los actuales, y se verá cuánta razón asistía a Cervantes. 

Regresa, pues, Don Quijote a su casa, y visto el consejo que le ha dado el ventero, busca un escudero en la aldea vecina. Sancho se llama el labrador que conoce y es amigo: habrá habido muchos con ese nombre en la España del tiempo, visto que sus hijos, que añaden al patronímico el final en “ez”, muchos son y abundantes, tanto que pareciera uno de los apellidos más frecuentes en el mundo hispánico: un primer ministro ha generado. En cambio, deliberado es el “Panza” con el que lo bautiza. Alude a la figura del campesino y alude, también, a sus preferencias por la bebida y la comida, como se verá casi de inmediato. Los apellidos españoles no son abundantes, como sucede con otros pueblos. En Italia, los hay inverosímiles. En España, la escasez ha obligado al uso de los dos apellidos, el del padre y el de la madre. Si uno busca, en las páginas amarillas, el nombre “Martínez”, o “García”, encontrará miles. Es menester poner dos, para reducir el campo de la pesquisa. “Panza” no existe en la genealogía española, pero sí “Barriga”, de ilustres raíces vascas. Sin embargo, viéndolo bien, Sancho Panza no habría sido tan terrestre ni materialista como el estereotipo quiere: en efecto, uno que se va por los caminos detrás de un caballero por la sola promesa de la gobernación de una provincia, no muy ajustado de los sesos tendría que ser. Y todo el mundo sabe que, desde ese inicio fortuito hasta el final de la novela, Sancho se quijotiza, al punto de proponer a su amo que salgan de nuevo a la búsqueda de aventuras, y el agonizante le da una reprimenda, porque ya no está la magdalena para tafetanes.

El capítulo 8 del Quijote revela un estreno: es la primera vez que la pareja de caballero y escudero se lanzan por los caminos. Quizá por eso la aventura de los molinos de viento resulta tan significativa y memorable. En cierto sentido, don Quijote no dejaba de tener razón. Esos molinos de viento eran una novedad tecnológica: los holandeses habían refinado el arte de aprovechar el viento con las velas y se había aplicado esa habilidad a la construcción de molinos más eficaces. Así como hoy las turbinas eólicas se incorporan al paisaje con una cierta dificultad, también en la época los molinos de viento tapizaban el horizonte y, en cierto modo, rompían la armonía acostumbrada. Don Quijote, que representa la tradición y el casticismo acendrado, se lanza contra la modernidad. Ya sabemos cómo termina. Atraviesa un aspa, se le rompe la lanza, el aspa lo derriba con estrépito y quedan resquebrajados caballero y Rocinante. La estructura cómica de las aventuras quijotescas queda establecida: en primer lugar, el caballero confunde un elemento del mundo con un elemento de “su” mundo: la fantasía se sobrepone a la realidad y se convierte en la realidad del Quijote; en segundo lugar, el caballero arremete contra un objeto o un personaje; en tercer lugar, y conclusión, el caballero sale apaleado o quebrado de la experiencia. Casi siempre, el final del episodio es la paliza, que, con frecuencia, alcanza a Sancho.

Por alguna razón, la potencia de la imagen del Quijote que se lanza contra los molinos ha opacado el resto del capítulo, que resulta gustoso por muchas razones. Una de ellas viene inmediatamente después del desafortunado encontronazo. En efecto, luego de haberse recuperado, más menos que más, caballero y escudero prosiguen su camino hacia el Puerto Lápice, en donde imaginan que encontrarán pan para sus dientes. Y en esa prosecución, llega la hora de comer. Don Quijote, estoico, ofrece el ayuno a su amada Dulcinea, y permite, en cambio, que Sancho se refocile. Descripción del personaje y proyección del lector son una sola cosa en este momento. Sancho se empina la bota de vino y come con tal satisfacción que se olvida, en ese banal y común placer, de las durezas del camino. ¡Qué bien le caen los tragos de vino y la comida que los acompañaba! Al mismo tiempo, comer y beber bien favorecen la conversación, y es así que amo y escudero dialogan y, con el diálogo, permiten a Cervantes esmerarse en una de sus habilidades más portentosas: hacer que cada personaje hable según su condición. Don Quijote advierte a Sancho de que, siendo un villano, no puede intervenir en ninguna contienda que vea involucrado a un caballero. Si el ofensor pertenece a la chusma, entonces Sancho puede defenderlo. Pero no en caso diferente, pues las leyes de caballería impiden al pueblo vil enfrentarse a un hidalgo. Sancho, que no había pensado ni remotamente meterse en los líos de su amo, proclama de inmediato y con énfasis su obediencia a tales virtuosas leyes. Lo que causa gracia es que el narrador nos pone, cada vez, en la perspectiva de cada personaje. Así, cuando escuchamos a Don Quijote le damos la razón; pero cuando Sancho, con astucia campesina e instinto de conservación declara su anuencia, entonces nos pasamos a su punto de vista, y con él reímos de las ilusiones del caballero. ¿Cuándo en la vida, pensamos, Sancho se va a meter en las disputas de don Quijote?

El cambio de perspectiva se va a dar de inmediato, en la aventura sucesiva. Los protagonistas topan con una caravana de viajeros, entre los que se encuentra un vizcaíno. El intercambio de insultos entre éste y Don Quijote pertenece a una antología de la parodia lingüística. A lo largo de la novela, don Miguel de Cervantes hará gala de una propiedad literaria que pertenece solo a los más refinados escritores: su capacidad de reproducir las diferentes hablas de los personajes. Don Quijote, en sus altisonantes razones, dice al vizcaíno que no se batirá con él, pues no es un caballero. La lengua de Don Quijote es culta y refinada, proviene de sus lecturas: “Si fueras caballero, como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez y atrevimiento, cautiva criatura”. Podemos imaginar las risas de los lectores de la época, ante la fineza de ese “cautiva criatura”, que solo es comparable con el “descortés caballero” con que apostrofa al amo que azota a su trabajador, en los capítulos precedentes. Picado, el vizcaíno le responde: “¿Yo no caballero? Juro a Dios tan mientes como cristiano”. Y prosigue en un trabalenguas que da cuenta de su pésimo manejo de la lengua castellana. Aparte del efecto cómico, lo que asombra es la habilidad cervantina para mimetizarse con los cientos de personajes que pueblan su obra. Tienen razón los que dicen que literatura y poesía son cuestión de oído. Finísimo, y adiestrado por los caminos y las cárceles, habrá sido el de Cervantes y en ello reside gran parte del gusto de su lectura. 


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